Sónar lo ha vuelto a hacer y se ha marcado una de las curadurías más perfectas de la escuela festivalera. Me encuentro satisfecha e indignada a la vez. Me jode que uno de los eventos más caros, excluyentes e inaccesibles de la escena musical sea también uno de los productos mejor pensados, más minuciosamente curados, más eficaces y más, en suma, imposibles de criticar porque cumple con todo lo que promete. Pero empecemos por el principio y en el principio, como en las mejores historias, hay un viaje. Nos subimos al carro y a comerse las seis horas de carretera entre Madrid y Barcelona. Ungidos por la magia de algún satélite sideral, no perdemos señal de wi fi ni por un segundo. El largo camino se tiñe de temazos con los que nos vamos autoinduciendo un estado de anticipación que pese más que el dolor de cuello. Flume, Matias Aguayo, Red Axes, Anohni, nuestras obsesiones festivaleras. Cuando nos hartamos de tanto subidón y vanguardia uno de mis compañeros le da al play a los sesentas. Suena Gallo Rojo, Gallo Negro: el pasado existe. Este himno de resistencia antifranquista escrito por Chicho Sánchez Ferlosio, interpretado por Silvia Pérez Cruz, acompañada de la orquesta de percusión de Coetus, nos deja en trance. “Si es que yo miento/ que el cantar que yo canto/ lo borre el viento” dice. Y en el fondo, yo voy a este festival buscando eso, música que dialogue con el tiempo, que esté en tensión con las músicas del pasado, con los sonidos del futuro.
La sede de día, a la que solo me acerqué para acreditarme, se encuentra cerca del centro, en la zona alta, Montjuic, la sede de noche, en un polígono o lo que tiempo atrás sería una zona industrial, hoy en día conglomerado de naves inmensas que se debaten entre comercios corporativos tipo Ikea y grandes sueños de la Generalitat (Municipalidad, en catalán) de convertir estas 25 hectáreas de periferia en una ciudad creativa de aquellas Nada de colas ancestrales y caos general y eso que el festival esperaba acoger este año más de 100 mil personas. La maquinaria Sónar se perfila impecable. No esperamos ni cinco minutos para conseguir nuestras credenciales. El check point luce limpio, el ambiente es relajado, el personal es diligente y cálido. Estamos desconcertados. Pero este es solo el inicio de la experiencia Sónar como utopía del capitalismo perfecto. Nos informan que esas pulseras VIP con chip en forma de espiral noventero que nos han dado reemplazan el dinero en cash dentro del recinto ferial en donde tendrán lugar los conciertos. Vamos, que es como llevar una tarjeta de crédito atada a la muñeca. Por ahí nos comentan que este es plan general en Inglaterra. En un horizonte no muy lejano los billetes y monedas serán cosa reservada a estados de segunda división, los VIP, moverán sus capitales con estas pulseritas color vomito de pescado. Anticipando cifras de dos ceros en el precio de la bebida al interior del recinto, corremos al primer kiosko que encontramos abierto para atiborrarnos de latas de cerveza. Nos aprovisionamos de “lo demás” también e intentamos obviar un poco el hecho de que participamos de una pesadilla socioeconómica orwelliana.
La música…y otras cositas
Para nosotros, seres asiduos a conciertos autogestionados en sótanos ilegales, el recinto ferial de L´Hospitalet resulta poco menos que abrumador. No hemos terminado de recoger la mandíbula del suelo ante semejante despliegue espacial cuando divisamos a dos jóvenes escandinavas siendo interrogadas por la policía por vender collares de flores de plástico en la puerta. Escondemos nuestras latas de cerveza en un garage de bicicletas eléctricas municipales y nos adentramos en la boca de la bestia. Somos periodistas, así que nos separan de nuestros amigos y hacemos un complicado rodeo para llegar a lo que a nuestros compañeros les toma un brinco en alcanzar: los pabellones, una ciudad, qué ciudad, un estado en pleno y efervescente funcionamiento. Por haber, hay hasta carros chocones, creperías, pizzerías, hasta puestos de ensalada de frutas. Seguimos hasta la zona que hemos designado como nuestro Shangri La de la noche central de este festivalaco, el Sónar Pub, en donde Anhoni, Red Axes, Flume, Mano Le Tough, Kölsh y Jhon Talabot harán uso del escenario. La arena está bastante holgada de gente cuando llegamos, en pleno cambio a Anohni. Es la hora de la verdad.
Anohni, haciendo historia con la cara cubierta
Un hilo de noise constante, tres pantallas de plasma gigantes, el primer golpe audiovisual. Naomi Campbell, no la top perfecta, el icono resplandeciente e inalcanzable, sino la mujer madura, el cuerpo deslumbrante afectado por el paso del tiempo, expuesto en una danza fragmentada y transgénero.
Daniel Lopatin (Oneohtrix Point Never) y Ross Birchard (Hudson Mohowake) toman su lugar en el escenario, cada uno en un extremo, dos sombras y entre gritos y silbidos, lentamente la figura de Anohni se coloca en el centro, desprovista ya de la mítica carterita de señora de la que no se despegaba en ninguno de sus conciertos cuando era Anthony. El público está entregadísimo, el rostro de Anohni es una mancha oscura, su voz asciende como un rayo en medio del cielo nublado sobre la arena del pabellón.
Es difícil abordar una pieza tan ambiciosa y a la vez tan humilde como el Hopelessness que llevó Anohni al Sónar 2016. Deberíamos comenzar por decir que la última vez que la vimos en escena fue cuando todavía era Anthony y combinaba las baladas desoladoras y cristalinas de I Am a Bird Now con versiones de Beyoncé, en un estado de tensión tal entre expresividad y contención que parecía que en cualquier momento se iba a quebrar en mil pedazos delante de nuestros ojos. Anohni ya no es la voz de un frágil pájaro, sino el grito de la tierra, del agua y esta potencia parece haberla transformado en una fuerza telúrica. El concierto se abre con 4 Degrees, el grito apocalíptico del humano en las puertas del cambio climático, la sequía y el desastre ambiental.
“I wanna hear the dogs crying for wáter/ I wanna see the fish go belly up in the sea”.
Anohni ya nos había dejado con la pata tiesa cuando regresó por la puerta grande del club con Blind ese hitazo de Hercules & Love Affaire. Ahora, en el lamento del idilio roto, el amante es la tierra asesinada. El soul de su lírica ha cogido aristas afiladas donde antes ondulaciones. El contrapunto lo dan las bases electrónicas, intoxicantes. Y eso que todavía no he empezado con los visuales. Cada canción, un videoarte, el casting, brutal, va presentando mujeres de rostros expresivos y miradas ásperas, encarnaciones de la rabia que ahora ocupa el lugar que en Anthony ocupaba la tristeza. Canciones como Drone Bomb Me y Obama se suceden ante un público cada vez más estupefacto. ¿Es esto el Sónar todavía? El cierre: Why Did You Separate Me FromTthe Earth? Nuestra línea favorita: “I don´t want your future”. Sublime.
Red Axes, Flume: onda expansiva de color
A pesar de que para muchos la presencia de Anohni en el Sonar ha resultado un bajón, un traspié pretencioso, un glitch de la programación, nosotros nos alineamos a lo que ya se comenta como una de las mejores curadurías de Sónar de los últimos tiempos. Eclecticismo sin filtro, una programación no entendida como mera concatenación de bandas de vanguardia, sino como un viaje sensorial y político es de lo que hemos sido testigos y parte. Por ejemplo, la selección de los israelitas Red Axes como terapia de shock luego del rapapolvo emocional Anohni.
Quien firma estas líneas estaba literalmente contando los segundos para presenciar el directo de una de los caramelos más duros que nos ha regalado la electrónica reciente. En menos de quince minutos Red Axes arrancaba el live set con una arena semi vacía cuyo destino alterno era James Blake. Error, amigos, craso error. Un in crescendo sin escalas me hace saltar el corazón cuando empiezan a sonar los beats de Caminho de Dreyfuss, anunciando el track más esperado para mí esa noche, el que creía yo sería el clímax de la performance de la banda. Segundo prejuicio desmantelado. Desde el hit en adelante Red Axes se marca un live set de hacer temblar las piernas, temazo tras temazo, mezclando samba, dabke y sin más, haciendo un despliegue monumental de sincretismo que demuestra que el techno también puede hacer mover las caderas, sin valerse de la cumbia como piedra de toque. De su mítica oscuridad, pinceladas, luz en su manifestación más diáfana. Intenso Abreu, de cuerpo presente, con esas vocales en portugués que invocan tormentas eléctricas. Segunda actuación memorable de la noche, increíbles.
Mi acercamiento a Flume fue, como el de casi todos a quienes conozco, a través de Chet Faker y no terminaba de convencerme. Un cierto escepticismo ante las vocales femeninas de corte “cómo ser sensual en el mundo de la música” como las de Tove Lo o Kai, me hacía mantenerme en el vilo de la reserva. Tercer prejuicio desmantelado a punta del pop más extrañamente emocional y “filin” que escucho hace tiempo. Suena “Insane” y nos derretimos. Un bálsamo para la epidermis luego de los hachazos de ritmo de Red Axes.
Los demás
El calor empieza a hacerse ingestionable y nos movemos un poco fuera del pabellón, en donde pistas de autos chocones se funden con food trucks en una misma amalgama de autocomplacencia adulto-contemporánea. No hay apelotonamientos ni colas abrumadoras, ni siquiera en el baño de mujeres. Esta interzona capitalista no tiene fisuras. Excepto las que el propio capitalismo tiene. Una chica se mete al baño de hombres para evitar cinco minutos de cola y un idiota le mete la mano al culo. Efectivamente, el ambiente social del Sónar dista mucho de alcanzar las cimas de belleza sonora que hemos estado experimentando. El clima es de paz social, siempre y cuando las miraditas y flujos homofóbos y sexistas no te perturben. A mí a mis amigos sí, por ratos nos olvidamos y lo pasamos genial, por ratos caemos en cuenta de que estamos rodeados de gente con la que nos resultaría muy jodido convivir en el día a día.
Salimos del Sónar Pub antes de que empiece Mano Le Tough e intentamos inútilmente entrar al set de siete horas de Four Tet. Imposible, es la única cola interminable del recinto. Lástima. Nos quedan Richie Hawtin y Ben Ufo b2b con Helena Hauff. ¿Cómo explicarlo bonito? Solo decir que estos DJ´s resultaron el paradigma opuesto de todo lo que nos ofrecieron los músicos del Sónar Pub. Si antes hablamos de diversidad, multiplicidad y sincretismo, aquí nos encontramos con rigidez, monocronía y opacidad. Sus mundos sonoros parecen discurrir fuera de la historia y de la polifonía a la que nuestros oídos tienen acceso hoy en día. En dos palabras, demasiado europeos. Nos aburrimos y nos vamos. John Talabot, por suerte, está a punto de rescatarnos del páramo al que hemos ido a dar. De vuelta en el Sónar Pub, su set arranca ciertamente sombrío pero pronto da paso a una dulzura melódica que se agradece como una brisa de aire fresco a las ya cinco de la mañana que son. Un broche de oro para una noche más allá de lo intenso.
Una interesante conclusión se desprende de esta experiencia, esto es, luego de despertarnos a las 4 y media de la tarde y consumir ocho litros de agua, uno por cada hora en el recinto ferial: dos corrientes musicales se desarrollan en este momento de la historia, una es como una esponja, la otra como una piedra. Una tiende a la tensión creativa, al sincretismo, la otra a la exclusión, a la verticalidad del discurso. ¿Cuál permanecerá?
Un Sónar que probablemente será recordado como uno de los más políticos en su programación. Que el devenir de la historia hable. Lo demás, se lo llevará el viento.